martes, 10 de febrero de 2009

Esa tele amiga

No fumaré, no beberé (osea...no en exceso, claro...), no tengo muchos vicios; pero si confieso a uno muy fuerte: La tele.

La tele y yo hemos sido amigas desde aquellos días en que me agarraban mis berrinches en mis épocas de nido, y me venían a recojer y llevaban a mi casa a la mitad de la mañana para apaciguar las aguas (el escándalo era horroroso); y lo primero que hacía era sentarme en frente de ese gran televisor blanco y negro para ver los dibujitos animados de rigor. En casa hay una foto mía sentada totalmente hipnotizada mirando la caja boba. Lo sé, lo sé...tantas horas perdidas mirando la tele. Pero no me arrepiento, he aprendido mucho. Que conste que en mis épocas de chiquititud no había cable...

He visto guerras, fraudes políticos, documentales sobre el mundo (que me alentaron a sacar la cabeza por la ventana para ver que pasaba fuera de mi burbuja), sobre la naturaleza; me enseñó a practicar idiomas, a entender culturas y puntos de vista, caídas de muros, apologías políticas; parodias de comedia, comedia de verdad, dramas, romance, libros hechos película (lo que me provocó a leer mas libros); olimpiadas, eventos mundiales, la celebración del milenio; noticias locales, nacionales e internacionales. Televisión basura (que a primera vista fue eliminada de mi programación personal), y televisión de verdad.

No hay duda que fui un dolor de cabeza. Agradezco el cariño y paciencia de mis padres. Por aguantarme en mi adolescencia los horarios exagerados de mi vicio, viendo películas hasta altas horas de la noche o documentales hasta el día siguiente. Es que cuando se te pega el vicio...¡se te pega! Así que entre mi insomnia y mi curiosidad por ver que más seguía después del programa que ya estaba viendo, mis horarios de sueño se trastocaron completamente. Pero acepté muy bien el hecho, porque me ayudó a trasnocharme cuando estaba en la universidad. No hay mal que por bien no venga.

El chiste es que el vicio no perdona ubicación geográfica. Así que acá me tienen. En el país de Shakespeare cayendo en mis viejos hábitos. Pero digamos que me ayuda a mantener mi contacto con el espíritu del lugar. Además aprendo a imitar los acentitos. Así cuando voy a la tienda no me miran como caída de gringolandia, sino como alguien que se empieza a asimilar cada vez un poquito más. Igual es inevitable, vamos.

Felizmente ahora hay controles remotos. Todavía me acuerdo de ir cambiando los canales de uno en uno sentada frente al Telefunken que teníamos en casa.

Para colmo de males, acá se tiene que pagar al gobierno para poder ver tele. Es una situación burocrática bastante cuestionable (creo yo), pero los habitantes de britanolandia lo asumen muy pero muy bien. Tenemos un amigo que canceló su licencia y se horrorizó el día que su televisión automáticamente reprogramó los canales. Porque claro, la antena siempre está ahí. Es como prohibirle a una radio FM que capte señal. Si está en el aire...¿cómo cobran? ¿Empezarán a cobrar por el aire también? ¿Pagos anuales o en cómodas cuotas?

Mi esposo no es fan de la tele. Lo cual me da rienda suelta a ver mis series favoritas, noticias, más noticias (soy como mi padre, una fan de los acontecimientos del día); una que otra película y documentales. Claro, ya no me amanezco. Digamos que a mi edad, pasada cierta hora...ya no jalo. Además con tanta información que encuentro en internet...ya no hace tanta falta.

Logró su cometido. Soy una enganchada. Me se las tonaditas de todas las propagandas de memoria. Me divierten y me rio. ¿Es que seré la Homero Simpson versión femenina? No tomaré cerveza Duff, pero de este sofá...¡nadie me saca!

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